Pero volvemos nuestros ojos hacia dentro. ¿No seré demasiado ambicioso? ¿Tengo las cualidades necesarias? ¿No me convertiré en un hipócrita si empiezo a hablar de Cristo y al mismo tiempo cometo tantos pecados?
Es fácil, al pensar de este modo, cometer dos graves errores. El primero consiste en creer que sólo podemos hacer algo por Cristo si nos sentimos seguros, si tenemos las cualidades necesarias, si la situación se presenta favorable, si somos casi perfectos e inmaculados.
En realidad, el cristiano que se decide a ser santo, a darse a los demás, a predicar su fe, no se apoya en sí mismo, sino en Dios. Es Dios el que nos ha sacado del pecado. Es Dios el que nos ha acogido en el bautismo. Es Dios el que nos habla en el Evangelio, es Dios el Pan de Vida que recibimos en la Misa. Es Dios, sobre todo, el que sabe que somos débiles, pero no por ello deja de pedir, de suplicar, que trabajemos para difundir su Amor entre los hombres.
La mirada, por lo tanto, no puede quedarse en uno mismo, como si todo dependiese de mí. Hay personas que no han estudiado en ninguna universidad y, sin embargo, son capaces de convertir a cientos de personas. A la vez, hay otros que, a pesar de sus muchos títulos y de sus muchas cualidades, no consiguen hacer nada concreto para servir a los demás y para difundir el Evangelio. Los primeros se apoyan en Dios, y se ponen a trabajar. Los segundos piensan tal vez de un modo demasiado humano y no se dejan llevar por el Espíritu Santo: quedan encadenados en sus cálculos y sus miedos, y así pasan los días, los meses, los años sin que se decidan a romper las amarras, a empezar a predicar a Cristo.
El segundo error consiste en no descubrir que ya Dios nos ha dado tantos dones para ponernos a trabajar. No arrancamos de cero, pues el mismo Jesús nos dijo que iba a estar a nuestro lado hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Tenemos ya talentos (unos más, otros menos) para empezar a trabajar, y sólo nos toca ponerlos en práctica.
Es cierto que los talentos vienen de Dios. Nada de lo que poseemos es mérito nuestro, sino algo recibido. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? (1Co 4,7). Pero también es cierto que Dios nos pide que hagamos rendir esos talentos, que los usemos en plenitud, sin miedos, sin avaricias, sin cálculos mezquinos.
Queremos trabajar, seriamente, por Cristo. Llenos de confianza y apoyados en Él. Con la paz que nos da el saber lo poco o lo mucho que nos ha dejado. Ante las angustias de un mundo que necesita esperanzas, ante tantos hermanos nuestros hambrientos de justicia, de amor, de paz, no tenemos alternativas: hay que ponerse en marcha para que la luz brille desde las azoteas.
Entonces será posible que avance un poco, en tantos hombres y mujeres que nos rodean, ese Reino por el que rezamos en el Padrenuestro. Porque Dios mismo lo quiere, porque Dios mismo camina a nuestro lado. Porque es Él quien nos envía a trabajar llenos de confianza. Apoyados en Él, y no en nosotros mismos, empezará a despuntar un mundo nuevo, habrá corazones que sientan la dicha del perdón y la esperanza, porque recibirán, a través de nosotros y de tantos otros hermanos, el gran anuncio: ¡Dios nos ama!
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