No es fácil ser ejemplo de lo que creemos, de lo que pensamos, de lo que queremos vivir en el matrimonio. Especialmente en este tiempo en el que muchos actúan como si la unión matrimonial fuese algo transitorio, como si ponerla en entredicho o en duda resultase algo legítimo, como si buscar la separación o un divorcio fácil no fuese causa de heridas muy profundas.
Pero algunos tienen el valor y las convicciones necesarias para ir contracorriente. Son esposos o esposas que viven el martirio lento, doloroso, de una separación involuntaria, llegada tal vez por sorpresa. Pero que no dejan de ser fieles, que no quieren apagar toda esperanza.
Quien ha sido abandonado sabe lo duro que es esto. Sobre todo si sigue amando, sobre todo si sabe que el matrimonio, un sacramento para los cristianos, no puede terminar con la traición, no se destruye con el miedo. Porque es un compromiso indisoluble, “hasta que la muerte nos separe”.
Para muchos es fácil pedir el divorcio, o unirse a otra persona, o actuar como si uno, por ser inocente, ya no tuviese deberes hacia la parte culpable. Pero desde la convicción, que viene de la fe y del amor, la espera supera las dificultades, mantiene abierta una puerta al sueño de la reconciliación, del reencuentro, otra vez, bajo el mismo techo, en la misma familia.
El sacramento del matrimonio tiene, además, un valor profundo, intenso: viene de Dios. Un Dios que bendice el amor, que acompaña a los esposos, que sostiene en las pruebas. También cuando hay traición, también cuando uno vive en soledad, abandonado, durante meses o años llenos de dolor.
Ante las noticias de personajes famosos que van por el segundo, tercer o cuarto matrimonio, el heroísmo silencioso de esposos abandonados que siguen siendo fieles se clava como una invitación, un testimonio, de la fidelidad de Dios, de la fuerza del hombre o de la mujer que asume su situación con firmeza, desde convicciones profundas que el mundo, muchas veces, no comprende.
No aparecen ante los reflectores. Pero su ejemplo nos lleva a pensar en lo mucho que vale el amor, en lo hermoso que es el matrimonio, en lo grande que es la fidelidad. A pesar de la traición y la tristeza.
El valor de una vida no está en el tener, en el brillar o en el recibir aplausos. Una vida vale cuando es asumida desde el amor. El amor a Dios y el amor al esposo que ha partido. Sólo ese amor lleva a compromisos profundos, a fidelidades indestructibles. Fidelidades que llenan el corazón de una paz profunda y de una fuerza arrolladora.
Cumplir los mandamientos nunca ha sido fácil. Vivir el matrimonio cristiano implica no pocos sacrificios. Incluso a veces lleva al heroísmo, cuando la traición ha logrado separar aquello que Dios había unido. Pero quien permanece fiel, quien ofrece la mano y la oración por el esposo fugitivo, testimonia la grandeza de una vida llevada en silencio, tal vez entre críticas malignas, pero sumamente hermosa, grande, redentora, coherente con sus principios.
Quizá algún día llegue la hora del abrazo. Quizá él o ella pida perdón, llame nuevamente a quien tanto ha sufrido. Quizá ese día tarde en llegar, o no llegue nunca…
Mientras, un corazón sufre y llora, brilla con la luz del amor fiel y sincero. Así enseña al mundo, a los hijos, a los amigos y conocidos, que hay algo muy grande y bello en el sacramento del matrimonio. Algo por lo que vale la pena ser fieles, cueste lo que cueste, desde la ayuda de un Dios que no puede dejar sin premio el esfuerzo del esposo o de la esposa abandonada…
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