La muerte es algo habitual dentro de un hospital. Podríamos decir que es una empleada más del centro que ejerce su profesión con rigurosidad calculada.
Los que junto a ella trabajamos llegamos a habituarnos a sus entradas y salidas, a sus exigencias y reclamaciones, a su compañía…a su rostro frío. Sólo cuando se dirige a nosotros, cuando se fija en nosotros empieza a preocuparnos su presencia y a provocar en nosotros algo nunca hasta entonces sentido.
A pesar de todo, a pesar de su presencia y cercanía, en mi sigue suscitando una serie de interrogantes que sólo encuentran su respuesta en Dios: ¿qué es la vida que hoy tengo y mañana no? ¿qué es el hombre, capaz de tanto, sin el aliento de esa vida? ¿para qué tanto esfuerzo, sacrificio, superación, dolor…? ¿para nada?…Repito, sólo en Dios encuentro paz, certeza y esperanza.
Pero la muerte además de traernos interrogantes también nos trae certezas. Seguro que todos hemos escuchado alguna frase: “llega cuando menos lo esperamos” “alcanza a todos” “no pide permiso para entrar” “desde ella la vida adquiere su verdadera dimensión”…
A mi personalmente tener a la muerte por compañera de trabajo me ha ayudado a valorar más a los que tengo a mi lado: padres, hermanos, amigos…a los que hoy puedo amar en directo, a los que puedo decirles gracias por lo mucho que me dan, a los que puedo pedir perdón sin tener cuentas pendientes con ellos, a los que puedo sencillamente dar un beso, tender mi mano o sonreír, porque hoy están a mi lado y habrá un día que aunque quiera no podré, porque ya no estarán a mi lado aquí en la tierra. Por eso a veces, desde mi hospital, me gusta mirar en silencio a esos seres queridos que Dios a puesto a mi lado y saborear su presencia, sus cualidades, sus años con su juventud o su ancianidad, y hasta sus defectos y “manías” que también me recuerdan que están vivos.
Cuántos, al perder un ser querido, siente un remordimiento de conciencia por lo que hicieron o dejaron de hacer con esa persona que acaba de partir de este mundo; cuántos, si pudieran “rebobinar” la vida compartida con los que ya no están, los amarían más intensamente.
Por eso al llegar el mes de noviembre, mes en que recordamos especialmente a nuestros difuntos, con la gracia de Dios, pensemos también en los vivos que tenemos a nuestro lado y entreguemos todo nuestro corazón mientras estén junto a nosotros.
Que no tenga la muerte que arrebatarnos a los que queremos, para que caigamos en la cuenta de que siempre podemos amar más y mejor, para darnos cuenta de lo insustituible que es un padre, una madre, un esposo, una esposa, un hijo, una hija, una amigo, una amiga…
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