La fiesta de la Cátedra de San Pedro, expresa la misión que Cristo le confió a él y a sus sucesores: apacentar su rebaño con la predicación del Evangelio. Después del Cenáculo de Jerusalén y de Antioquía, Pedro se estableció en Roma, donde culminó su vida con el martirio. Por esto, la sede de Roma no está sólo al servicio de la comunidad romana, sino también de las demás Iglesias. Así lo afirma el Padre de la Iglesia San Jerónimo: «Yo no sigo más primado que el de Cristo; por eso estoy en comunión con tu beatitud, esto es, con la cátedra de Pedro. Yo sé que sobre esta piedra ha sido edificada la Iglesia».
Esta celebración de hoy significa reconocer un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno, que quiere reunir a su Iglesia y guiarla a la salvación. Por esto, os invito a rezar de modo particular por el ministerio que Dios me ha confiado, pidiendo al Espíritu Santo que, con su luz y su fuerza, me sostenga en el servicio cotidiano a toda la Iglesia.
La «cátedra», literalmente, quiere decir la sede fija del obispo, colocada en la iglesia madre de una diócesis, que por este motivo es llamada «catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo y, en particular, de su «magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que él, en cuanto sucesor de los apóstoles, está llamado a custodiar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido confiada, con la mitra y el báculo, se sienta en su cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles, en la fe, en la esperanza y en la caridad.
¿Cuál fue, entonces, la «cátedra» de san Pedro? Él, escogido por Cristo como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia (Cf. Mateo 16,18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en aquella sala, donde también María, la Madre de Jesús, rezó junto a los discípulos, se reservara un puesto especial a Simón Pedro. Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada en el río Oronte, en Siria, hoy en Turquía, en aquellos tiempos la tercera ciudad del imperio romano después de Roma y de Alejandría de Egipto. De aquella ciudad, evangelizada por Bernabé y Pablo, en la que «por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de «cristianos»» (Hechos 11, 26), Pedro fue el primer obispo. De hecho, el Martirologio Romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de Pedro en Antioquía.
Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, nos encontramos con el camino que va de Jerusalén, Iglesia naciente, a Antioquía, primer centro de la Iglesia, que agrupaba a paganos, y todavía unida también a la Iglesia proveniente de los judíos. Después, Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» –la «Urbs» que expresa el «Orbis», la tierra– donde concluyó con el martirio su carrera al servicio del Evangelio. Por este motivo, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recibió también la tarea confiada por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el Pueblo de Dios.
La sede de Roma, después de estas migraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la «cátedra» de su obispo representó la del apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo, san Ireneo, obispo de Lyón, pero que era originario de Asia Menor, quien en su tratado «Contra las herejías» describe a la Iglesia de Roma como la «más grande y más antigua conocida por todos;… fundada y constituida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo» y añade: «Con esta Iglesia, por su eximia superioridad, debe estar en acuerdo la Iglesia universal, es decir, los fieles que están por doquier» (III, 3, 2-3). Poco después, Tertuliano, por su parte, afirma: «¡Esta Iglesia de Roma es bienaventurada! Los apóstoles le derramaron, con su sangre, toda la doctrina» («Prescripciones contra todas las herejías», 36). La cátedra del obispo de Roma representa, por tanto, no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el Pueblo de Dios.
Celebrar la «cátedra» de Pedro, como hoy lo hacemos, significa, por tanto, atribuir a ésta un fuerte significado espiritual y reconocer en ella un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere reunir a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.
Entre los numerosos testimonios de los Padres, quisiera ofrecer el de san Jerónimo, tomado de una carta suya escrita al obispo de Roma, particularmente interesante porque menciona explícitamente la «cátedra» de Pedro, presentándola como puerto seguro de verdad y de paz. Así escribe Jerónimo: «He decidido consultar a la cátedra de Pedro, donde se encuentra esa fe que la boca de un apóstol ha ensalzado; vengo ahora a pedir alimento para mi alma allí, donde recibí el vestido de Cristo. No sigo otro primado sino el de Cristo; por esto me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» («Las cartas» I, 15,1-2).
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de san Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la cátedra del apóstol, obra de Bernini en su madurez, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenida por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra sugerente, que hoy es posible admirar, adornada con velas, y a rezar particularmente por el ministerio que Dios me ha confiado. Al elevar la mirada ante el vitral de alabastro que se encuentra precisamente ante la cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio cotidiano a toda la Iglesia.
Febrero 22, 2006 Audiencia General Benedicto XVI
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