En el Nuevo Testamento se habla de la curación de leprosos. La lepra era (y sigue siendo) una enfermedad espantosa, porque excluía de la comunión con el pueblo de Dios. El leproso, además de ser un “castigo de Dios”, era un enfermo del que había que huir, en nombre de la ley y de la higiene.
El libro Levítico nos presenta una parte significativa de las minuciosas disposiciones contenidas, con el propósito de evitar cualquier contacto con el leproso. Tiene que vivir fuera del campamento y, después, fuera de la ciudad.
La lepra era la imagen más apropiada de todo lo que es “impuro”, tanto desde el punto de vista moral como religioso. La relación con un leproso “ensuciaba”, lo mismo que el contacto con un cadáver. Por eso, se le consideraba como un muerto. Y una curación se tomaba como una verdadera resurrección.
Es triste constatar como en una comunidad se toma casi siempre el camino más fácil del rechazo frente al elemento extraño que molesta, crea problemas, representa una amenaza para la tranquilidad en vez de responder con amor y confianza, y elegir la vía del diálogo y de la paciencia.
El esquema disciplinario con mucha frecuencia resulta mucho más desarrollado y sofisticado, que el código de la misericordia y del perdón evangélico. La legalidad cuenta más que la fraternidad y hasta que la humanidad.
Entre todas las imposiciones, la más cruel era la que obligaba al leproso a “proclamar” su impureza: “Andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡Impuro, impuro!”. Tiene el deber de advertir a los otros su peligrosidad social, ponerlos en guardia contra la propia persona “infectada”, a invitarlos a permanecer a distancia.
Se trata de un mecanismo perfecto, para que el pobre desgraciado se dé cuenta de que está enfermo por una culpa personal.
A esta lógica del egoísmo se opone la lógica de Jesús. No le recomienda al leproso “es justo que aceptes la condición deshonrosa por razones de salud pública y por la salvación del alma”.
Sino que le dice: “Quiero, queda limpio”. No le exhorta “ten paciencia, aguanta”, sino que le hace entender: no acepto, no puedo soportar que te sigan tratando de esta manera, que aguantes esta vergonzosa discriminación.
Jesús desafía al contagio, no evita el contacto con el impuro. No duda en infringir el reglamento, romper el cordón sanitario, hacer saltar los mecanismos de exclusión.
En todo el Evangelio, Jesús aparece como uno que suprime las fronteras, tira los muros de separación, salta por encima de los prejuicios, no acepta las discriminaciones raciales o religiosas. A los ojos de Cristo solamente existe el hombre sin adjetivos, con quien entablar una relación, una amistad, un intercambio.
¿Y nosotros? Si tuviéramos el coraje de mirar a la cara la realidad, caeríamos en la cuenta de que quizás son muchos los “leprosos” que mantenemos a distancia.
Nos cuesta aceptar y acoger los “leprosos” que están a nuestro lado, los que nosotros “convertimos” en leprosos. Los que no comparten nuestras ideas, los que no nos son simpáticos, se muestran aburridos o inoportunos, nos fastidian con sus problemas, nos molestan con sus miserias, no respetan nuestros programas, nos interrumpen poniendo en discusión nuestra comodidad y nuestros privilegios.
¿Cómo tratamos a los demás? Pidámosle a Jesús que nos regale la gracia de abrir más nuestro corazón a los hermanos que se acercan y que necesitan de nuestro apoyo, comprensión y amor.
Preguntas para la reflexión
1. ¿No será que también defendemos nuestro campamento privado?
2. ¿Tenemos a algunos, fuera de nuestra tienda?
3. ¿Cómo trato a los “distintos”?
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