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8. Dios te llama por tu nombre
Identidad

8. Dios te llama por tu nombre

En la noche, gritas para que Dios te llame por tu nombre

Seguramente que te ha sucedido el abandonar el mundo en el que eras conocido para vivir en un país extraño en el que no existes para nadie. Y si entre la multitud desierta surge uno que te «reconoce» y te llama por tu nombre, experimentas de pronto como un nuevo nacimiento. Desde el momento en que una verdadera amistad nace entre dos personas, existe siempre un «antes» y un «después» entre los cuales se puede decir: «Desde que te conozco, ya no soy el mismo.» Jacques de Bourbon Busset hace decir a uno de sus personajes: «Era, antes de conocerte, una nada que se creía algo. Hoy soy alguien que se sabe una nada .»

Cuando abres la Biblia, ves también a hombres satisfechos insatisfechos, santos o pecadores, a quienes el encuentro Dios hace felices porque su vida ha encontrado de pronto un sentido nuevo. Todos aquellos a quienes Dios ha salido a su encuentro podrían cantar con Jean Ferrat: «¿Qué sería yo sin ti que viniste a mi encuentro?»

Quienquiera que seas, eres el hermano de estos hombres en su aventura. Aunque fueras el mayor de los pecadores, el más desequilibrado y el más pobre, todas estas situaciones son una oportunidad que se ofrece a Dios para salir a tu encuentro.

En la oración, grita este deseo de ser seducido por Dios: «Todo hombre grita para que se le llame por su nombre.» (S. Weil). Sufres sin saber por qué y a menudo deseas como Elías morir, hasta tal punto estás harto de todo. Sé sincero en tu oración, no te comportes como si todo fuera bien y levanta ante Dios esas montañas de sufrimiento, de rencor, de orgullo y de impureza. Si oras con fe y en verdad, Dios transportara esas montañas al mar. Ora el tiempo suficiente y lo suficientemente fuerte para que él transforme esta amargura en dulzura.

En el seno de esta paz austera te descubrirás amado de Dios. Nada se le escapa, te ve en lo secreto y te ama. Deja que resuenen en ti estas palabras de Isaías:
No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas yo estoy contigo, si por los ríos no te anegarán. Si andas por el fuego no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yavé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar, dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. No temas, que yo estoy contigo. (Is 43, 1-5).

Ante Dios, tú cuentas, eres precioso como la niña de sus ojos y te ama. Tómate tiempo para deletrear cada una de estas palabras, escríbelas para colocarlas delante de ti como un memorial. Te gusta conservar junto a ti las fotos y las cartas de aquellos a quienes amas, contempla también así las palabras de Dios. Dios te da un nombre nuevo como a Abraham. ¡Es algo muy importante un nombre! Cuando puedes llamar a alguien por su nombre, ya se establece entre él y tú relaciones personales.

Cuando tienes para alguien un nombre personal, es señal de que has llegado a ser para él un ser único, que has escapado de esa muchedumbre anónima y gregaria en la cual nos ahogamos. Entre tus amigos, empleas diminutivos o nombres cuyo secreto tú sólo conoces y que eres el único que puedes darlos de veras.

Dios tiene para ti un nombre particular, un nombre que es el único que conoce contigo y que te revela un poco cada vez a medida que se precisa tu vocación. Un carmelita me escribía hace poco cómo el contacto con un hombre auténtico de oración le había revelado su propio nombre: «Hace diez años, escribe, que estoy en contacto con Dom L. S., y le debo el haber «liberado» en mí una palabra secreta del Señor.» Y esta palabra te compromete pues expresa tu actividad o tu destino. Cuando Dios te llama por tu nombre, hace mella sobre lo más profundo de tu ser.

Pues tu nombre es una llamada. Cuando un niño llama a una mujer: «¡Mamá!» es una llamada para que sea para él de verdad su madre. Cuando Dios llama a su amigo «Abraham», es para que sea de verdad «padre de pueblos». El nombre que Dios te da es único y es para ti una llamada a una misión única. ¿Has descubierto tu nombre propio? Eres el único que puedes amar a Dios de esa manera.

Orar, es tal vez ante todo esto: saber, creer que tú tienes para Dios un nombre, que esto es una llamada a una amistad única en la cual conviene que te abandones y que da sentido a tu vida. Pero -y esto es extraordinario porque tú aceptas esta amistad con Dios, el mismo Dios recibe ahora un nombre nuevo. Su nombre estará en adelante en la Biblia: el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jesucristo. En la oración, le reconoces y le llamas como el Dios de tu nombre propio. Es de verdad tu Dios. El no te puede expresar mejor que es un Dios a quien se conoce en el encuentro: «Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo.» (Heb 11, 16). A través de tu manera de encuentro con Dios los otros, alrededor de ti, tendrán la posibilidad de descubrir o no descubrirán el verdadero rostro de Dios. Cuando has sido «cogido» por Dios y, a tu vez, llamas a tus hermanos por su nombre, es Dios, el que a través tuyo, les encuentra a ellos.

 

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