Cuántas veces nos han dicho: “reza por mí”, o “te encomiendo en mis oraciones”. ¿Qué hay detrás de estas peticiones? ¿Cómo podemos ayudar a los demás con nuestras oraciones? No son solamente frases que buscan dar un consuelo sentimental a aquellos a quienes las proferimos. Si de verdad lo hacemos con todo nuestro corazón, y nos dirigimos a Dios pidiendo por estas personas, estamos realizando una verdadera obra de misericordia espiritual.
Esta obra de misericordia tiene un fundamento muy profundo, porque gracias a nuestro bautismo hemos sido “injertados en Cristo” (cf. Rm 6,5), empezamos a formar parte de su Cuerpo Místico. Gracias a esta íntima unión con Él, podemos recibir los infinitos tesoros de gracia que el Padre nos ha dado por los méritos de la muerte y resurrección de Jesucristo, haciéndonos sus hijos por medio de su Hijo Unigénito (cf. Ef 1,3-10).
Ahora, si somos miembros visibles del cuerpo de Cristo, ¿no se encargará Él de atender las oraciones que le hacemos por aquellos que tantos queremos? (cf. Mt 7,11). Él es el primer interesado en nuestro bien, el que conoce nuestras necesidades mucho antes de que se las manifestemos. Al ver un gesto de oración sincera por el bien de otra persona, su amor misericordioso no puede quedarse indiferente.
Pensemos en todas aquellas personas que se acercaron a Él en el Evangelio con una fe inquebrantable, seguros de su acción, en su mayoría “pecadores, pobres, marginalizados, enfermos y atribulados, y a todos Jesucristo les manifestó su misericordia” (cf. Papa Francisco, Misericordiae vultus, n.8), y no salieron decepcionados.
Si ya es grande el bien que podemos hacer por aquellos con los que convivimos en este mundo, pensemos lo que podrá significar ayudar a un alma llegar al gozo eterno con Dios. La séptima obra de misericordia espiritual también nos enseña a rezar por lo difuntos.
Pedir al Señor por los muertos y, de modo especial, por las almas del purgatorio, exige de nosotros ojos atentos de fe, pues ellos son los mendigos que transitan por las calles frías de nuestra indiferencia y tantas veces de nuestras distracciones diarias, con el vivo deseo de que les demos nuestra atención, y brindemos la ayuda que necesitan.
Las almas del purgatorio ya no tienen manos físicas para pedir auxilio y misericordia; no podemos, como a un mendigo en la tierra, mirar sus ojos tristes y cansados, dirigirle nuestras palabras y gestos, intentando ofrecerles un consuelo. Pero eso sí, con la valentía de nuestra fe, podemos dirigir nuestras oraciones al Padre, para que cuanto antes esas almas reciban la Gloria eterna, el consuelo y la paz que tanto anhelan.
Ofrecemos nuestras oraciones por las almas que están en el purgatorio porque creemos que el amor es más fuerte que la misma muerte. Nuestra fe nos da la certeza de que podemos seguir haciendo el bien a aquellos que amamos, y ni siquiera la barrera del sepulcro nos puede impedir manifestarles nuestro amor.
Benedicto XVI, antes de ser papa, escribía que “el hombre no dialoga en solitario con Dios, el diálogo cristiano con Dios pasa precisamente a través de los hombres, (…) este diálogo se da en el cuerpo de Cristo, en la comunión con el Hijo; comunión que es la que de verdad da al hombre la posibilidad de llamar a Dios su Padre” (cf. Joseph Ratzinger, Escatología, 176-177).
Ejercitémonos en este diálogo con Dios por medio de nuestra oración por nuestros hermanos, los hombres. Hagámoslo con una actitud llena de fe en la acción de Dios en favor de aquellos por quienes pedimos, para que nuestra oración sea escuchada, y la misericordia del Padre se haga presente en sus vidas.
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