La sobriedad de una Navidad en tiempo de crisis nos ha obligado a considerar lo que realmente es esencial. Con contundentes palabras San Agustín condensaba el Misterio: Cristo de ti para sí tenía la carne, de sí para ti la salvación (San Agustín, In Ps 60,3). Asumiendo tantas estrecheces y limitaciones el Verbo de Dios nació para redimirnos, para morir (cfr. San Gregorio de Nissa, Or. Cat., 32; PG 45,80). En los mosaicos bizantinos el Niño Dios está recostado en un ataúd, no en un pesebre. También en esta inspiración artística encontramos el valor del sufrimiento y de la muerte, asumido desde el nacimiento en la carne del Hijo de Dios. Por ello, podemos aprender tanto del misterio que este año se vive de un modo particular.
Nuestra sociedad occidental consumista y materialista necesitaba quizás una sacudida para dejar de lado lo superfluo, para detenerse en ese “nacimiento pascual” entre la vida y la muerte, entre Belén y Calvario, todo aunado en la carne de un Niño frágil y eternamente Poderoso. Digo “nacimiento pascual”, con un toque amargo y salvífico de Pasión. Pascua es pasar a lo que no pasa y lo que no pasa es eterno. Lo que es eterno es esencial. Cristo al nacer nos invita a mirarle a Él, el que no pasa. ¡Sólo Cristo es esencial!
Si con su muerte pasa de este mundo efímero al Padre es para que, pasando- “padeciendo”- vayamos a lo que no pasa, es decir, a la eternidad, a lo que es esencial. Y, para llevar esto a cabo, nace hoy en nuestra vida agitada por un pequeño virus que nos molesta y trastoca nuestra vida. Si Cristo no nace en nuestro corazón, entonces, ¿Dónde podrá estar? ¿Dónde, si no allí? (cfr. San Ambrosio, In Lucam, 11,38). Es en esta clave que la pandemia dará su fruto como conversión del corazón a lo esencial: la tierna carne de Cristo. Donde Navidad y Pascua no son dos misterios separados, sino intrínsecamente unidos.
El sufrimiento y la incertidumbre del Covid-19 han obligado al hombre distraído y autosuficiente a mirar el Belén con una actitud más humilde, más humana. Ha centrado nuevamente el sentido verdadero del amor humano- que según Bergson- ha plagiado el amor divino. Contemplando a Dios en el pesebre nos damos cuenta de que el día de Belén es más importante que el del Calvario. Así lo intuía Góngora cuando afirmaba que existe una distancia más grande de Dios a hombre que de hombre a muerto: Belén y Calvario. Si Dios se ha hecho hombre, ahora ser hombre es la cosa más grande que se puede ser.
La dicha de pertenecer a la familia humana en estos momentos difíciles de la historia es sólo si estamos insertados en Cristo. De este modo hasta el llanto de una comunidad humana afectada por un ínfimo virus podrá ser participación al llanto de un Dios que asumió tantas estrecheces. Insertar nuestra prueba y nuestro dolor en Cristo Niño es la invitación a escuchar “el llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría, lo cual del uno y del otro tan ajeno ser solía” (San Juan de la Cruz, Romance del Nacimiento).
Siendo así la emergencia sanitaria mundial, obligándonos a vivir una Navidad sobria nos ha interpelado a volver la mirada del corazón con humildad y amor a lo que es esencial, a lo que no pasa: a Cristo. Sólo en la humildad de Belén la dramática situación actual, más allá de la percepción de un mundo que gime en dolores de parto (cfr. Rm 8,22), podrá ser oportunidad de gracia y podremos padecer y compadecernos de esta misteriosa realidad virgiliana donde constatamos las lágrimas de las cosas y de la historia humana (cfr. Virgilio, Eneida, 1, 462). Cristo con su Encarnación ha asumido no sólo la alegría de ser uno de nosotros, sino también esta dimensión dolorosa de ser hombre, de ser vulnerable, de tomar sobre sí el llanto del hombre y del mundo, de morir.
¡Nació para morir y resucitar! De Cristo sonriente en el pesebre no se dice lo que se dice de todos los hombres cuando nacen: “quizás sea rico, quizás pobre; quizás sea bello, quizás feo; quizás vivirá mucho tiempo, quizás no… lo cierto es que de ningún hombre se dice que quizás morirá o quizás no morirá” (San Agustín, Sermo Guelf. 12,3). ¡No! El Verbo de Dios no será rico, será pobre (cfr. 2 Cor 8,9). Será hermoso porque atraerá multitudes, pero al fin de la vida no tendrá apariencia alguna para que lo contemplen, inmerso en su Pasión (cfr. Isa 53,2). Morirá por haber asumido nuestra condición humana, excepto el pecado.
Dicho esto, la mirada humilde volcada a lo esencial descubre que el que nace para morir es la única respuesta al deseo de eternidad de todos los hombres. Su nacimiento entraña Vida Eterna, porque la lágrima del hombre y del mundo en este 2020 descansa en la tierna carne de Cristo, semilla de Resurrección. ¡Sólo la mirada humilde lo puede intuir! Es más, ¡sólo el corazón del hombre humilde lo puede creer!
De lo contrario, vivir la Navidad en medio de una crisis mundial será muy difícil y reconocer que Cristo es la única respuesta a toda esta situación podrá ser algo imposible. Sin la mirada humilde del que cree el hombre actual seguirá pidiendo razones, formulando preguntas, manifestando su escepticismo, acercándose al pesebre con categorías humanas insuficientes como lo hizo aquel pensador pagano de la antigüedad que ponía en tela de juicio la Encarnación del Verbo de Dios: “¿Hijo de Dios un hombre que ha vivido hace pocos años? ¿Logos eterno “de ayer o de anteayer”? ¿Un hombre nacido en un albergue de Judea, de una pobre hilandera?” (Orígenes, Contra Celso, I, 26,28; VI, 10).
A estas alturas nos preguntamos: ¿contemplando el Belén habrá alguna figura que nos cautive con su ejemplo de mirada volcada a lo esencial? Sí. El Papa Francisco providencialmente ha propuesto una poco antes de la Navidad: San José. Todo lo que hemos reflexionado hasta aquí indudablemente se puede intuir y creer con la mirada humilde y esencial de San José. Bien lo expresa el Papa Francisco: “Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones. (…) La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. (…) La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo” (Papa Francisco, Carta Apostólica Patris corde, 4. Padre en la acogida). Sólo nos reconciliaremos con la realidad de una Navidad sobria y esencial de la mano de San José, el que supo dejar todas las distracciones y fijar los ojos en aquel Niño indefenso y sonriente que tanta paz traía.
Cristo asumió nuestra carne para darnos la salvación, la verdadera Vida que no pasa. San Agustín tenía razón y ya lo podemos entender mejor desde la mirada orante y humilde de San José, el hombre que se fija en lo esencial. Y aunque todo parezca perdido o la prueba se vuelva dura en estos tiempos, que San José nos conceda la gracia de perseverar silenciosamente, con la fe y las obras, para que Cristo nazca en el corazón de todos los hombres también en esta Navidad externamente peculiar.
Por último, es cierto que la actualidad parece un cuento muy simpático de Antonio García Barbeito, titulado “El día que Jesús no quería nacer”. Un cuento que llena de esperanza. Un ángel va anunciando a todos los personajes del Belén que Jesús no quería nacer y al mismo tiempo cada uno permanece en su sitio con fe, esperando que llegue su Esperanza. Hasta que al final las virtudes teologales dialogan con el Ángel y la Esperanza del cuento- que es también la de nuestra mirada a lo esencial-, dice: “¿Quién soy yo? Yo soy la Esperanza. La virtud que no se cansa de esperar. No temo a la lontananza. Yo sé que todo se alcanza, que todo habrá de llegar. Por eso vengo al Portal sin dolerme la tardanza que esperar en esperanza es gozar lo que aún no está. Pero dile tú que sueño su pequeño despertar. Dile que estoy esperando, celebrando su venida a la Vida… Mas si no quiere nacer, porque esté cumpliendo fiel del cielo alguna ordenanza, coméntale mi añoranza y dile que esperaré hasta que lo quiera Él. ¡Por algo soy Esperanza!” (Antonio García Barbeito, Pregón de la Navidad, El día que Jesús no quería nacer).
Que con la mirada humilde al Niño Jesús amemos lo que es esencial y esperemos en Esperanza. Esta Navidad sea la escuela donde aprendamos que el hombre que sufre y gime se encuentra en una silenciosa gestación de la que el Hijo de Dios quiso ser participe para que en Él fuéramos engendrados para aquel mundo que no envejece (cfr. Nicolás Cabasilas, Vita in Cristo, I, 1-2 a). Sólo en Cristo el mundo podrá reconciliarse consigo mismo y con su historia. Cuando esto suceda nos asombraremos de que el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros.
¡Feliz Navidad y un Año Nuevo lleno de bendiciones!
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