Hablemos un poco de la Misa. Vaya por delante, que la belleza estética y la estructura ritual ayudan, pero la fuerza y el vigor de la celebración de la Misa radica en la centralidad que el misterio que en ella se celebra ocupa en la vida de Cristo y en toda la historia de la salvación. De ahí su capacidad de trasformar la vida de las comunidades cristianas.
“[la Misa] es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención” (san Josemaría, ECP, 86), de principios de los sesenta, y este otro pasaje de origen autobiográfico, que recoge un punto de meditación de Via Crucis: “Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz” (VC, XI Estación, 5).
Nada más empezar decimos: En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: nos introducimos así en la acción Trinitaria:
“La Misa (…) es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo. (…) Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor Infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley. (…) La Santa Misa nos sitúa de este modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia” (ECP, 86-87). Este es el punto nuclear para comprender la espiritualidad de la Misa que enseñó san Josemaría. De hecho, él mismo hace derivar de los pasajes citados la siguiente conclusión: “Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los demás sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo” (ECP, 87). Se entiende pues que al que le pedía “un programa de vida cristiana“, le podía responder: “La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa (…), porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros” (ECP, 88).
De ahí que la presencia y participación del cristiano en la Misa debe ser amorosamente participativa, de modo que propicie un encuentro personal “de cada uno con el sacrificio redentor de Cristo; y así, mientas tomamos parte en la Misa, “adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purifícamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos” (ECP, 88).
(Relata alguien, como en cierta ocasión, escuchó estas palabras de san Josemaría al salir de la sacristía para celebrar la Misa: “Hijo mío, voy al encuentro de mi Amor”)
Hemos de buscar pues una sintonía lo más perfecta posible entre la objetividad de los textos y ritos y la subjetividad de los participantes. “El cristiano que se aísla -decía san Josemaría por los años treinta- en una piedad privada, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia (vid y sarmientos). El sacrificio es ofrecido a Dios juntamente por el sacerdote y los fieles (…). Los fieles son oferentes y ofrendas al mismo tiempo: ofrecen a Dios el sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo, de modo que es el sacrificio de Cristo y de todos” (CECH, p. 677).
Entonces ocurre que la Misa, y la liturgia en general -y con ellas el trato de Jesús en el Sagrario-, alimentan la oración, y se derrama en la vida: la meta ha de ser convertir cada día en una Misa ininterrumpida:
“Hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?” (ECP, 154). Ese “trabajar y amar como Él” comporta “que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios, Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas; que tengan ese bonus odor Chrísti (2 Co 2,15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir” (ECP, 156).
Así sea.
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